"LAS FLORES DE LELIA".


"CUENTO INFANTIL".

    Salía el sol, Lelia enderezaba contenta su tallo y dejaba al descubierto la hermosura de sus hojas. El color de sus flores brillaba y deslumbraba a los seres vivos del bosque. Las plantas que la rodeaban no podían dejar de admirar aquel espectáculo multicolor. Algunas la contemplaban con cierta envidia, otras se sentían felices de tener una vecina de tal belleza. Cuando algún paseante se acercaba y se detenía a admirarla, ella se agitaba levemente y dejaba desprender una suave fragancia tan agradable y penetrante que perfumaba todo su entorno.

    Un día se acercaron hasta ella unos niños traviesos y juguetones. La observaron y atraídos por el destello de sus colores comenzaron a arrancarle sus lindas flores. Cada flor que le quitaban le producía a Lelia un dolor intenso y agudo como jamás había sentido. Una lágrima de profunda tristeza se deslizó por su malherido tallo. Los niños se reían ajenos al dolor que le estaban causando y cuando se cansaron de su cruel juego, Lelia se sintió dolorida y desnuda. Tan solo quedaban sus solitarias hojas verdes que añoraban la compañía de las hermosas flores y de los delicados y frágiles capullos.

    Los días transcurrían y Lelia ya no era la misma. No le importaba que saliera el sol y se dejaba mecer por el viento abatida y triste. Los animales del bosque que antes se detenían a contemplarla, pasaban de largo sin percatarse de su presencia. El resto de plantas que estaban próximas a ella la miraban pensativas. Las que en otro tiempo habían sentido envidia de ella, se reían con la crueldad incomprensible del que disfruta contemplando el sufrimiento del prójimo. Aquellas que le tenían cariño y la habían admirado, sentían compasión sin saber qué podían hacer para ayudarla.

    Pasaban los días y su aspecto empeoraba. Algunas hojas se le habían caído y se iban amontonando secas y arrugadas en la tierra. Su tallo estaba más delgado y amarillento, más frágil y quebradizo. Lelia presentía que su final estaba cercano y se lamentaba de que las pequeñas manos de unos traviesos niños le hubieran causado tanto daño. Pensaba en lo sucedido y no entendía por qué lo habían hecho. Eran tan solo unos niños y ella los consideraba bondadosos e inocentes, incapaces de maltratar a unas pequeñas plantas que crecen y que esperan cariño y protección. Pensaba en las inofensivas crías de los animales, alejadas del peligro y pendientes de recibir los cuidados y el amor de sus padres. Sin embargo aquellos niños se habían ensañado con ella y le habían despojado de lo que más quería; y lo peor es que los había visto disfrutar y reírse mientras lo hacían.

    Una mañana contempló a lo lejos aproximarse por el camino a una anciana de pelo blanco como la nieve y cogido de su mano a un niño que sonreía feliz. Sintió miedo al ver al niño y pensó que había llegado su hora y que aquella presencia supondría el final de su triste vida. Caminaban despacio, hablando y disfrutando de la hermosura de lo que les rodeaba. De pronto se detuvieron frente a ella y la contemplaron en silencio. La abuela hizo un gesto de preocupación y tristeza al ver el lamentable estado en el que se encontraba Lelia. Se acercó más, acarició suavemente sus hojas, tocó su dolorido tallo y hundió sus dedos entre la tierra sobre la que se erguía. La abuela no podía sino lamentarse del aspecto de aquella planta y le explicaba al niño lo que debían de haberle hecho para que estuviera en aquel estado. La bondadosa anciana compadecida, se preguntaba quién podría haber sido capaz de realizar tal cosa. El niño la escuchaba con atención y le decía a su abuela que hiciera algo para ayudarla, para que volviera a ser una bonita planta de flores multicolores. Lelia, débil y triste, por primera vez desde hacía mucho tiempo se sintió querida y notó una reconfortante sensación de alegría que se extendía a lo largo de sus ramas, agitando levemente sus hojas y aliviando su malherido tallo. Durante varios días, por las mañanas, la anciana y el niño se acercaban para ver cómo se encontraba. La abuela limpiaba con cuidado sus ramas. Le quitó las hojas muertas y la humedeció con agua con mucho cariño y delicadeza. Regó la tierra y la limpió de piedras, de hojarasca y de maleza. Mientras, el niño observaba con admiración lo que hacía su abuela y la ayudaba en lo que le pedía. Lelia se sentía mejor y esperaba con ilusión la visita de la anciana y el niño. Era un niño bueno, que la cuidaba y le mostraba su cariño. ¡Por fin un niño que se comportaba como ella había pensado que se comportaban los niños! Poco a poco fue olvidando el dolor que le habían ocasionado y volvía de nuevo a sentirse feliz, dejándose querer por aquella nueva pareja de entrañables amigos.

    La anciana y el niño repetían cada día sus cuidados. Abonaban el terreno y le traían tierra fresca, limpia y reconfortante. El bienestar que Lelia percibía, lo observaba en el rostro de sus queridos amigos.

    Una mañana cuando comenzaba a salir el sol, Lelia notó cómo de sus ramas habían brotado de nuevo unas hermosas flores, sanas y radiantes, que lucían con un brillo especial. Junto a ellas crecían pequeños capullos, delicados aún, llenos de vida. Distinguió a lo lejos acercarse, una vez más, a la anciana y al niño, y dejándose llevar por la alegría de verlos y por lo bien que se sentía, hizo un esfuerzo enorme por desplegar su recuperada hermosura.

    La abuela y el niño se quedaron sorprendidos al verla y no pudieron dejar de mostrar su ilusión y su alegría. Se miraban entre ellos y se sentían reconfortados y satisfechos. Sus esfuerzos habían merecido la pena y habían dado sus frutos. Lelia volvía a ser la planta hermosa y lozana después de haber superado tanto inmerecido sufrimiento.

    Mientras se alejaban, Lelia reflexionaba sobre lo que le había ocurrido. Ahora sabía que existían seres que podrían hacerle daño y causarle dolor. Sabía también que habría otros que estarían dispuestos con su amor, a ayudarla a superar el más profundo de sus pesares. Se dejó acariciar por la suave brisa y contempló feliz la maravillosa inmensidad de la naturaleza amiga que le acompañaba.

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( Lucién Bosán ).


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