"EL JILGUERO".


"CRÓNICAS DERTALES".

"RELATOS LEVES".

    Los primeros rayos de sol se filtraban en la habitación a través de la vieja persiana de madera. La casera solía decir que cambiarla era un gasto inútil y que a pesar de no estar en perfecto estado cumplía su función y eso era en definitiva lo que importaba.

    Me levanté, debía de ser pronto todavía. No me encontraba muy bien, tenía frío y me dominaba un profundo malestar. Subí con desgana la persiana, era una mañana radiante. Vislumbré levemente el paisaje y me deje caer de nuevo sobre la cama.

    Pensaba en la suerte de Dertal. Poseer una mansión tan amplia y poder disfrutar de ella en soledad, me hacía verlo como un ser privilegiado. En mi reducido estudio no me sentía a disgusto aunque había momentos en los que me agobiaba el poco espacio del que disponía. Entonces la estancia se impregnaba de una atmósfera sofocante que me resultaba insoportable. Cuando esto sucedía, salía apresuradamente y buscaba refugio en la vastedad del viejo parque. Me sentía aliviado paseando entre los frondosos árboles, contemplando los verdes prados, lejos de la fría presencia de paredes y puertas, liberado al fin del angustioso sonido del reloj de pared. Apoyado en una de las paredes de mi pequeña buhardilla, un decimonónico carillón anunciaba con su sonido grave y su repetido tic-tac, el lento discurrir de las horas. En las noches de insomnio era un auténtico suplicio soportar segundo tras segundo el desagradable ruido de su maquinaria. Me había quejado en varias ocasiones pero todas las habitaciones del edificio disponían de los mismos relojes y la casera, por supuesto, no estaba dispuesta a desprenderse de ninguno de ellos. Tal y como me enteré más tarde, aquellos carillones eran un recuerdo muy querido para la dueña. Su esposo, ya fallecido, había sido un reputado artesano relojero.

    Al fin conseguí levantarme. Después de asearme, adecenté lo que pude mi único y avejentado traje y salí a la calle. Caminaba sin prisa cubierto por un cielo limpio de nubes. Casi sin darme cuenta me encontré ante la puerta de la casa de Dertal. Decidí subir a verle pensando en invitarle a dar un paseo por el viejo bulevar. Llamé varias veces pero no contestó nadie. Me pareció extraño que a esa hora no estuviese en casa. Continué con mi paseo. Tal vez Dertal estuviese todavía durmiendo o quizás se había ausentado. Me acerqué hasta el café de los poetas, me senté un rato en la plaza y regresé de nuevo por el parque sin conseguir encontrarle. Hice un último intento y esperé un rato junto a su puerta. No tardó en aparecer. Caminaba de prisa y escondía algo entre sus manos.

    - ¡Rápido, rápido, sígueme Ércadin!

    Subimos apresuradamente las escaleras y al llegar a su puerta me hizo un gesto para que cogiera las llaves de uno de sus bolsillos. No quería soltar lo que guardaba con tanto cuidado entre sus manos. Nos encaminamos sin perder tiempo al salón. Me dijo que abriera la puertecilla de una reluciente jaula que adornaba la estancia. Abrió sus manos y me mostró un bello jilguero que había recogido mientras paseaba por la ribera del río. Me contó que había visto al frágil pajarillo entre unas zarzas y que prendado de su hermosura lo había rescatado. No se trataba de un jilguero corriente. Su plumaje era de color pardo moteado de amarillo, rojo, blanco y negro. Lo que llamaba la atención es que poseía un pico que resplandecía como si fuese de oro. Me dijo que su canto era especial y que su trino interpretaba las melodías más hermosas que jamás había escuchado. Lo mirábamos con impaciencia esperando poder escuchar su mágico canto pero el pajarillo todavía asustado permanecía en silencio.

    Regresé a la mañana siguiente. Dertal me dijo que el jilguero seguía sin cantar. Pasaban los días y el pajarillo permanecía mudo e inmóvil. No comía ni bebía y su pico dorado iba poco a poco perdiendo su fascinante brillo. Daba la sensación de estar sumido en una profunda tristeza. Dertal comprendió al fin que la felicidad del jilguero pasaba tal vez por recuperar su libertad. Decidió abrir la puerta de la jaula y el pajarillo salió con vuelo grácil y veloz. Revoloteó alegremente por la estancia y se reposó en el borde de la ventana que habíamos dejado abierta. Su pico volvía a brillar como el primer día. Se nos quedó mirando y nos dedicó el más hermoso canto que jamás habíamos escuchado. Era su forma de despedirse o quizás de darnos las gracias por haberle liberado. Remontó el vuelo y se posó levemente sobre uno de los hombros de Dertal. Se acercó a su cara y con un gesto de cariño dejó caer una lágrima que se deslizó por su mejilla y que recogió con la palma de su mano antes de que cayera al suelo.

    De pronto el jilguero levantó el vuelo y se alejó. No volvimos a verle. Cuando me marché, Dertal emocionado contemplaba la lágrima del jilguero que se había convertido en una deslumbrante pepita de oro. Cerró su puño y quedó ensimismado en el silencio de su mirada.

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( Lucién Bosán ).


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