"VIAJE".


"LA SOLEDAD DEL VENDEDOR DE FONDO".

Relatos Leves.

    A esas horas la salida de la ciudad está descongestionada y en seguida consigues entrar en la autovía. Sobre el asiento de al lado has dejado la cartera, la maldita blackberry todavía sin conectar, las gafas de sol, un bolígrafo, y las llaves. Enciendes la radio y escuchas las primeras noticias del día. Se repiten los mismos problemas y las mismas informaciones. La dejas encendida porque hace compañía y porque siempre al final escuchas algo interesante. Estás atento a la carretera pero comienzan a recorrer tu mente pensamientos referidos al puñetero trabajo: cuando llegue a la oficina haré esto, tengo que hablar con este otro, llamaré por teléfono a aquel cliente y por supuesto despacharé con mi jefe la lista de asuntos pendientes… Estás iniciando el camino más directo para dejarte invadir por el corrosivo estrés, la ansiedad que va devorando tu vida más de lo que puedas imaginarte
    A mitad de camino, tienes la costumbre de parar en un área de servicio. Repites el mismo ritual cada semana desde hace un montón de años. Pones gasolina y tomas un café con leche, largo de café. Pides también un botellín de agua mineral fría. Te gusta beber agua con el café cuando estás fuera de casa. Te ayuda a metabolizar y eliminar antes la cafeína o eso es lo que piensas. Tampoco te has preocupado nunca de averiguarlo. El personal del área te saluda con cordialidad, amablemente. Llevan mucho tiempo viéndote y conocen al detalle tu forma de comportarte. Terminas la consumición y pagas. Sueles comprar un décimo de lotería, de esos que nunca tocan pero que llenan de un poco de ilusión tu cartera hasta que compruebas el resultado del sorteo. Entonces te percatas de que no coincide ningún número y te consuelas pensando que para que te toque hay que jugar y que la próxima semana tal vez sonría más la suerte. Después de pagar tienes el hábito de ir al baño. Una vez aliviado y refrescado te diriges de nuevo al coche. En un par de horas si no hay problemas en la entrada de la capital, puedes estar accediendo al parking de la oficina. Antes de poner de nuevo el coche en marcha, conectas la blackberry y esperas que deje de parpadear la impertinente lucecita roja que va anunciando la entrada de los nuevos correos electrónicos. Te preguntas de dónde sale tanto correo si ayer te fuiste casi a las once de la noche a la cama y a esa hora aún la tenías encendida. En fin, te consuelas pensando que hay otros padeciendo la misma inquietud que tú o más y vampirizados también por la sacrosanta empresa. La dedicación plena te llevará al reino de los cielos. Pobre iluso, ¡qué manera de perder la vida! Echas un vistazo a todo lo que te ha entrado y en función de la magnitud del problema vas sintiendo unos latigazos internos como si alguien te estuviera dando un tirón en el intestino con cada correo entrante. No puedes perder mucho tiempo. Te has tomado ya el ansiolítico y el antidepresivo pero todavía no han surtido efecto. No te encuentras bien pero desgraciadamente te has acomodado a ello. Llamas a tu madre. La tienes acostumbrada a darle noticias tuyas a mitad de camino. Preguntas qué tal está, preguntas también por tu padre que nunca se pone y les deseas que pasen un buen día. No tienes muchas ganas de hablar con nadie en esos momentos pero sabes que ella se queda tranquila y que le hace ilusión escucharte. Procuras ser un buen hijo porque intuyes que es una de esas cosas que tienen una gran recompensa moral. Sin duda merece la pena el esfuerzo.
                                  
    Reanudas la marcha y mirando el reloj piensas en lo que falta para llegar y en la hora aproximada en la que puedes estar en la oficina. Ese gesto y ese pensamiento lo repites compulsivamente a lo largo de lo que queda de viaje. Con esto consigues mantener en perfecto estado de forma a tu inseparable ansiedad. Tu mente está ya prácticamente ocupada por asuntos de trabajo. No hay cabida para pensamientos agradables o placenteros, sólo trabajo, problemas y más trabajo. Con ese cerebro en permanente estado de efervescencia neuronal te vas acercando al destino. La somatización de la ansiedad es cada vez mayor y empiezas a sentir el sudor en la cara. Es algo que te desagrada y  obsesiona pero cuanto más lo intentas corregir más intensa es la sudoración. ¡Maldita hiperhidrosis facial! Es un problema al que no encuentras solución. Lo has probado casi todo y has consultado a numerosos médicos pero no hay forma de corregirla. Sudas y sudas y cuanto más lo piensas más sudas. El único alivio es que son episodios, algunos más largos que otros y al menos tienes momentos de calma que recompensan de lo mal que lo pasas. Queda poco para llegar y comienzan a sonar las llamadas. En principio son llamadas perdidas de vendedores para que les llames en cuanto puedas. A veces se cuela alguna de un cliente madrugador siempre portador de algún problema: -no he recibido la mercancía, cada vez servís peor, os vais a cargar el sector,…- Cuando esto ocurre ya estás en el fragor de la batalla. Hablas y conduces y si no logras controlarte discutes y conduces. Sabes que no debes hacerlo pero te supera la mal entendida hiperresponsabilidad. Estás convencido equivocadamente de que tienes que entregarte al cien por cien, sino corres el riesgo de que se cuestione tu actitud y lo que es peor de poner en serio peligro tu puesto de trabajo. ¡Gran drama! Te ves por unos segundos en la calle y comienzas de nuevo a sudar profusamente. El sonido de otra llamada te rescata por un instante de tus alegres pensamientos.

    Por fin estás en la entrada de la capital. Hay atasco, es algo habitual con lo que ya cuentas. Suena alguna llamada perdida de nuevo. Llamas al vendedor para decirle que si no es algo urgente, estarás en breve en la oficina y que podréis hablar más tranquilos. A veces consigues postergar el problema y otras tienes que atenderlo a la par que conduces. Cuando esto ocurre se trata de un problema grave, lo que llamamos en el argot comercial un “marrón” y entonces alcanzas el clímax del nerviosismo. Tu metabolismo está casi al límite y tratas en vano de serenarte y de darte autoconsejos de ayuda que de nada sirven. Hay también llamadas livianas y algunas agradables pero son las menos. Por lo normal el sonido del teléfono es un aviso de combate. Te pones alerta en cuanto lo oyes. Llamas a casa y hablas con tu mujer para avisarle de que ya estás llegando y dejarla tranquila. Te pregunta qué tal el viaje y poco más. Te interesas también por tu hija y quedas en volverlas a llamar por la noche desde el hotel. Después de esta conversación te centras sólo en llegar. Ya estás aparcando. Sales del coche, sacas las cosas del maletero y te pones la americana. Fin del viaje y el principio de una larga jornada de trabajo.

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( Lucién Bosán ).


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