"LA LEVADURA DE LOS FARISEOS".

"RELATOS LEVES".

    Una redundante mañana seducía con su encanto el ánimo de cientos de seres que deambulaban ordenados y fieles por la abigarrada urbe. Nada resultaba distinto y todo sucedía con la misma monotonía que viste el acontecer de la sucesión del tiempo. Destacaban a lo lejos las grises siluetas de los edificios más altos, como esculturas de hormigón, símbolos de la vastedad de la gran ciudad.

    Mi paseo discurría con normalidad y mis piernas parecían arrastrarme sin rumbo fijo, como dejándome llevar por un golpe de inercia sin destino cierto. Tras largas horas de caminar en soledad, mi mirada se detuvo en una mujer mal vestida, acurrucada en uno de los bancos que ornamentaban el concurrido bulevar. La reconocí en seguida como un grato recuerdo anclado en el pasado. Era Delia. Estaba allí, derrumbada y abatida; tal vez esperando sin esperar nada. Habían pasado muchos años desde la última vez que la vi, y la recibí con el cariño y la emoción que albergan las vivencias acumuladas en la propia historia personal de cada uno de nosotros. Coincidimos tiempo atrás durante varios meses en la redacción de una revista literaria de gran auge en aquella época, ya desaparecida. Ambos fuimos colaboradores en la misma. Allí entablamos una relación cordial y afectuosa, de admiración y respeto mutuos. Diversas circunstancias nos terminaron por separar en aquel entonces, y no volví a contactar con ella, a pesar de que lo estuve intentando por todos los medios posibles durante bastante tiempo.

    Delia alzó sus ojos, entristecidos y cansados, y me miró unos segundos sin reconocerme. Al despertar de su aturdimiento y escuchar mi emocionado saludo, esbozó una tierna sonrisa, tímida y avergonzada. Nos fundimos en un largo y cálido abrazo, envueltos por el silencio de un sentimiento jamás revelado.

    Me senté junto a ella y la seguí contemplando, sintiendo el calor de su mano amiga anudada en la mía.

    - ¡Cuánto tiempo Delia…!

    Ella repuso, rompiendo su enigmático silencio, con voz entrecortada y temblorosa:

    - ¡Y cuánta distancia, querido Séngar, cuánta distancia!

    Pronunció aquella exclamación con una conmovedora sinceridad. Eran palabras salidas de la boca de un ser herido, consciente del dolor que soportaba. Muchas desgracias debía ocultar, resignada y vencida, para hablarme de aquella forma. El tiempo que duró nuestra separación se erigió sin duda en un cúmulo de calamidades, para herir de aquella manera a un ser al que conocí tan lleno de vida en otra época.

    - Tenemos tanto de qué hablar, que apenas sé cómo y por dónde empezar a

    Contarte lo vivido desde que perdimos el contacto. Todo sucedió tan lentamente, tan vacío, tan falso…

    Estoy hundida Séngar, creo que irremediablemente acabada. No se trata de un simple sentimiento de angustia. Sé que he fracasado y te lo digo con toda la sinceridad de la que puedo ser capaz. Al final he terminado por ser una víctima más de “la levadura de los fariseos”. ¿Te acuerdas Séngar? ¡La levadura de los fariseos! ¡Qué magnífica imagen la de Cristo, para denunciar la hipocresía de los hombres! Vivimos juntos tantas noches en vela debatiendo sobre ello. Recuerdo tus palabras tal y como las pronunciaste en su momento.

    - Tampoco yo he podido olvidarlo. La verdad es que nunca lo he querido. Te busqué en vano y al final me rendí desesperado y confuso ante tu ausencia. Pensé más de una vez que jamás volvería a verte y te guardaba en mi recuerdo como el tesoro de un sueño agradable del que nunca queremos desprendernos.

    - Sin embargo la vida juega caprichosa con el azar y cuando menos lo esperaba te encuentro aquí, por fin, junto a mí, como antes, como siempre hubiera querido.

    No deseo saber de lo que te ha ocurrido durante este tiempo a menos que tú decidas contármelo. Ahora estás conmigo y eso me basta. Sabes que nunca fui curioso y que respeté tu intimidad como quien cumple un mandamiento. No digas nada, Delia. No necesito explicaciones, me vale con tener tu compañía.

    Si algo quiero en verdad, es poder ayudarte. Servirte aunque sea de consuelo, compartir tus fatigas y penas, ser tu confidente secreto. No soporto verte así. Vamos, acompáñame hasta casa. Descansas el tiempo que necesites y luego podemos hablar cuanto quieras. Ahora lo importante es que te repongas, que me dejes cuidarte hasta que vuelvas a brillar como lo hacías antes.

    - Gracias Séngar, querido amigo. No puedo aceptar tu ofrecimiento, prefiero permanecer aquí. Necesito reflexionar a solas antes de compartir contigo lo que me ha sucedido. No te enfades ni sufras. Vuelve mañana. Te estaré esperando aquí, en el mismo sitio. Ahora déjame, por favor. No trates de convencerme de lo contrario porque sabes bien que no lo conseguirás. Ve tranquilo. Mañana nos veremos. No faltaré a la cita, lo prometo.

    La convicción y firmeza de sus palabras me hicieron comprender que nada haría cambiar su decidido propósito de no acompañarme. Decidí marchar no sin verme embargado de una inmensa tristeza ante aquella figura derrotada, abatida por los vientos más crueles de la vida. La promesa de volver a encontrarnos al día siguiente alumbró la esperanza ilusionada en mi ánimo acongojado.

    Regresé al mismo lugar y a la misma hora, y esperé en vano frente al banco solitario en aquella fría tarde. Delia no apareció. Cumplidora de sus promesas resultaba extraño no percibir su presencia. Anduve largo tiempo, dejando pasar las horas, y acercándome al lugar de nuestra cita en repetidas ocasiones. No la encontré. Comencé a presentir que no acudiría. Me senté durante unos instantes, apesadumbrado y sin saber dónde buscarla. Al fin, cuando la noche alargaba sus gélidas manos sobre el sombrío parque opté por alejarme de allí y regresar a casa. Nunca había caminado sintiéndome tan vacío y solo.

    Mis pensamientos atormentados hacían que mis pasos se sucedieran como las saetas de un reloj, uno tras otro, sin importarme el destino, ni el rumbo, ni la dirección, ni el sentido. Cuando quise darme cuenta de donde me hallaba estaba en la otra punta de la ciudad, en un barrio periférico y marginal, en el que se hacinaba una muchedumbre de marginados, pobres y delincuentes. Uno de esos barrios que no son sino vertederos sociales de las grandes urbes, donde se arroja a los perdedores, a los fracasados, a los que molestan, tan sólo con su presencia, a los relamidos y fariseos ciudadanos.

    Pude observar a un grupo de ellos reunidos en torno a uno de sus desgraciados camaradas que yacía inerte sobre el helado suelo de la sucia acera, cubierto de periódicos viejos y roídos cartones. Me acerqué hasta allí, escuché sus murmullos y observé sus miradas compasivas hacia el que había sido su compañero de fatigas y ahora descansaba por fin en aquel improvisado y humilde féretro. Los ataúdes de los pobres son de cartón viejo y mugriento. La madera es un material noble destinado sólo a albergar a los ridículos privilegiados. Hasta en la muerte nos empeñamos en guardar las apariencias, como patéticos fariseos, cuando a fin de cuentas, es el único suceso de nuestra equivocada existencia que nos recuerda que todos somos uno, y en definitiva lo mismo. La muerte no distingue ni a pobres ni a ricos, ni a ganadores ni a fracasados. La muerte es como el soplo del viento frío que azota por igual a los ateridos rostros de quienes caminan ajenos unos de otros por los distintos senderos.

    Contemplé la dramática escena y movido por la morbosa curiosidad del espectáculo funesto me abrí paso entre aquellos desdichados hasta tener a la vista el cuerpo yaciente. Un temblor poderoso como un torrente se apoderó de mi cuerpo y no pude contener el grito lastimero, henchido de rabia, al reconocer a Delia allí tumbada, sucia, muerta, abandonada. La expresión tensa de su dulce cara marcada por el estigma de la muerte quedó grabada en mi mente como imagen desgarradora y desolada.

    Han pasado los años y suelo acercarme hasta la esquina maldita donde hallé su cuerpo. Me detengo unos instantes y revivo su recuerdo, sigo caminando repitiendo su bello nombre en silencio, ¡Delia, Delia, Delia…!, y cada día una lágrima se desliza fugaz pretendiendo acariciar su desvanecido cuerpo.

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( Lucién Bosán ).


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