"LLEGADA".


"LA SOLEDAD DEL VENDEDOR DE FONDO".

"Relatos Leves".

    Te encaminas al ascensor y mientras lo esperas te contemplas en el espejo, repasas el aspecto, te ajustas la corbata y te miras a los ojos; ha cambiado el semblante. Estás desencajado, pálido, con los ojos hinchados y con una mirada de profunda angustia. Apenas tienes tiempo de compadecerte. Se oye el pitido de las puertas del ascensor al abrirse y no queda más remedio que cogerlo. Vuelves a mirarte en los espejos del ascensor y te secas el rostro perlado de sudor. Hace una parada y sube un compañero. Saludos de cortesía, cordialidad a raudales e intercambio de penas. Te despides y llegas a tu planta. Entras en las oficinas y te diriges al despacho. Por el camino vas saludando a los compañeros de fatigas. Preguntan con compasión por tu viaje, contestas lo de siempre con un aire de resignación y cierto victimismo. Ya estás en tu despacho. Descargas lo que llevas a cuestas, cuelgas la americana y comienzas a ordenar las cosas y a instalar el portátil. Recoges algo de correspondencia y la dejas preparada para revisarla más tarde. Mientras se termina de encender el ordenador te acercas a saludar a la secretaria. Le das un par de besos, preguntas si hay alguna novedad, te pone al corriente y te diriges a coger un café de la máquina y un botellín de agua. En la sala que llaman cocina te encuentras con otros compañeros, realizas los saludos de rigor, incluyes algún comentario gracioso cargado de ironía y vuelves a tu despacho. En el camino de vuelta observas que tu jefe ya ha llegado. Entras a saludarle y quedáis para despachar asuntos más tarde o al día siguiente después de cotejar las agendas. A veces te sientas unos minutos con él y te comenta algún asunto prioritario. Tomas nota de lo que dice y le tranquilizas respecto a los objetivos, los dichosos objetivos. El seguimiento de objetivos es intenso, agobiante. Si las cosas van bien el asunto es llevadero pero cuando se tuercen y las previsiones son malas, la responsabilidad pesa como una losa y el día se hace más gris y más eterno. Vuelves al despacho, te sientas frente al ordenador y accedes al correo electrónico. Tienes un montón de correos nuevos lo que supone trabajo añadido al que ya tenías previsto en tu agenda. Echas un primer vistazo a los asuntos y a los destinatarios por ver si hay algo urgente. Importante es la mayoría o al menos lo es para ti. Mientras terminas el café suena el teléfono directo. Es un cliente, de los madrugadores; pregunta por varias cosas, le resuelves en el momento las que puedes y dejas otras para contestarle lo antes posible. Siempre es lo antes posible, esta es una máxima del trabajo diario. Termináis la conversación con comentarios banales, y te despides con cordialidad quedando en llamarle con lo que ha quedado pendiente “lo antes posible”. Sigues con el correo electrónico y a la vez abres la agenda con las tareas pendientes. Comienzas a establecer prioridades cuando suena la blackberry. Una nueva llamada perdida de un vendedor. Le llamas, le gastas alguna broma para animarle el día, por aquello de la motivación que obliga como líder, y te cuenta sus problemas. Resuelves algunos, le das autorización a alguna acción que propone, le pones pegas a otra para ver cómo responde y decides en función de la dificultad del asunto en el menor tiempo posible. Algún tema de los que plantea lo dejas para solventar más adelante. Tienes que consultarlo con tu superior. Piensas que no es responsabilidad exclusiva tuya y que debes ponerlo en conocimiento de tu jefe. Cuando tengas la respuesta definitiva volverás a llamarle. El equipo de vendedores depende de ti y no puedes fallarles. Eres su intermediario principal y una base fundamental para que su trabajo se desarrolle de la mejor manera. Vas preparando una lista con los asuntos pendientes de ver con el director y comienzas a realizar las tareas pendientes. Accedes a la base de datos y actualizas informes que circulas entre las personas interesadas. Conforme vas completando las tareas las vas tachando con un marcador fluorescente. Te gusta ver como cada vez son más los asuntos tachados porque esto supone que vas poniéndote al día. Es una vana ilusión porque por cada asunto que marcas anotas otros tres nuevos. Eso supone que estás poniéndote al día pero que nunca llegas a hacerlo. Es un misterio que tratas de comprender pero del que al final desistes y terminas por aceptar como una conditio sine qua non de tu trabajo. Entre tarea y tarea pendiente, vas abriendo los correos en orden de importancia y respondes a los más urgentes y que menos tiempo llevan en contestar. Por lo normal se trata de autorizaciones de vendedores, consultas y peticiones de todo tipo. Vuelve a sonar el teléfono. Esta vez es tu madre que llama preocupada para saber si has llegado bien. Tenías que haberla vuelto a llamar pero se te ha olvidado. Los asuntos personales desaparecen en el momento que atraviesas la puerta de la oficina. Es un error garrafal que cometes porque son un oasis en medio de la aridez de la labor diaria. Tranquilizas a tu madre, te disculpas. Estás serio pero cariñoso y te despides enviándole un beso y otro para tu padre que nunca llama ni tampoco se pone. Te levantas y te diriges al baño. El café y el agua surten su efecto. Te encuentras en el servicio con otro compañero, charláis mientras os laváis las manos y salís juntos. Antes de regresar al despacho te acercas a saludar a tus dos mejores amigos, tus colegas del alma. Es de las pocas por no decir únicas de las conversaciones agradables que tienes a lo largo del día. Intercambiáis chismes, rumores y os gastáis alguna broma. Te ríes un poco que no viene nada mal y quedas con ellos para comer. Por lo normal pasan a recogerte por tu despacho o te llaman desde la puerta de la calle para que bajes mientras se fuman un pitillo o dos, dependiendo de la ansiedad acumulada a lo largo de la mañana. Vuelves al trabajo, sigues enfrentándote a un problema tras otro. Correos pendientes de contestar se van acumulando con los nuevos que van entrando. El teléfono no descansa y el tiempo camina despacio. Es una mañana intensa como casi todas y cabe incluso que pueda ir a peor. Hablas con clientes, con vendedores y distribuidores y vas anotando nuevas tareas, nuevos asuntos pendientes. Por fin suena el teléfono y esta vez no es un marrón, es tu amigo Juan Pablo que te recuerda que hay que ir a comer. Quedas con él en la entrada de la oficina y se une Carlos Javier, otro compañero de fatigas. Son dos amigos, dos pilares en los que te apoyas para afrontar el día a día de un trabajo agotador. Comes con ellos en un restaurante cercano. Charla distendida. Un alto en el camino que ayuda a proseguir la jornada. Paseo de vuelta y de nuevo a la oficina. La tarde es más llevadera. Menos horas de trabajo y la gente se marcha puntual para sus casas. Yo apuro porque me espera el frío hotel y son pocas las ganas de ir a su encuentro. Me gusta llegar al hotel y acostarme lo antes posible. La soledad de una habitación de hotel es indescriptible. Peligrosa y enfermiza, insoportable. Antes de enfrentarme al triste escenario, ceno algo ligero en un bar cercano. Leo un poco de prensa, miro y contesto mensajes. Hago y respondo llamadas y cuando siento algo de cansancio y mucho de aburrimiento me voy para el hotel. Mañana más pero no mejor. Te despides de un día intenso y te acuestas asustado y preocupado pensando en el día siguiente. No estás bien pero no sabes parar. Sigues y te dejas llevar y te vas percatando de que al final te espera un puerto siniestro y oscuro donde arribar.

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( Lucién Bosán ).


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