"LA HIPOCRESÍA ENCUBIERTA".


"RELATOS LEVES".

    “A mis amigos, Carlos e Ignacio”.

    “No se necesitan lágrimas para razonar ni razones para llorar”.

    ( Carlos Gómez Rico ).

    - Criticar a toro pasado es una postura muy cómoda, don Ignacio.

    Hablaba Carlos con su voz profunda y medida; con el tono irónico del que hacía gala cuando le interesaba de manera especial algún asunto.

    - Necesitamos de un apoyo mínimo para poder pasar, aunque sea de puntillas, por el punto de inflexión y lograr así saltar al máximo. Pudiendo discernir la justificación de ciertas conductas, teologías y dogmas, fruto claro está, de mucho “Gólgota” y de poco “Getsemaní”.

    Don Ignacio le escuchaba con la ventaja de la que disfruta el viejo y entrañable amigo. Sabía de antemano lo que iba a decir. Este hecho le llevaba sin remisión a mostrar un gesto de cierta indiferencia, acompañado
de alguna expresión que pretendía anular por completo, la validez de los argumentos de su querido amigo.

    - Bah, bah, bah.., deja ya tus rebuscados circunloquios y cíñete a la realidad presente. Hoy se vive en la llamada sociedad permisiva, ésa en la que todo vale. Un cajón de sastre que amontona sin distinción lo amoral y lo inmoral, que mantiene enterrados los grandes valores humanos; repleto de contradicciones evidentes pero justificadas por el exceso de corporativismo. ¿Y cuál es la consecuencia que se deduce de todo esto? Pues es muy fácil de definir, vivimos cegados por una enorme tapadera. El efecto de la tapadera es infalible; se encubre la corrupción, el delito, la inmoralidad; se permite su continuo ejercicio porque se pretende ladinamente quitarle la importancia a casi todo.

    Carlos sonreía con evidente escepticismo, mostrando su disconformidad con las palabras de su amigo. Éste, sin embargo, ajeno a lo que le rodeaba, proseguía con convicción su discurso.

    - Antes existía la buena costumbre de lavar la ropa sucia en casa; pero se trataba de pequeños, o incluso en ocasiones, de grandes conflictos de convivencia. Conflictos que no debían trascender del seno familiar, por pudor moral y por salvaguardar la merecida intimidad doméstica. Ahora ese sano hábito, se ha convertido en la excusa recurrente para mantener ocultos los graves y lamentables problemas. Problemas que han de ser, por su repercusión e importancia, de naturaleza pública, del conocimiento y dominio de quienes formamos parte de la sociedad. Es curioso que este hecho sólo se produce cuando nos enfrentamos a un suceso desgraciado y trágico ya consumado. Cuando no es posible reparar el daño de un comportamiento retorcido y depravado, que ha actuado a sus anchas encubierto por la sombra de la inmensa tapadera. Tiene que ocurrir un trágico suceso para que se lave la ropa con la túnica sagrada de los sumos sacerdotes, de esos nuevos fariseos. Y nosotros tan sólo podemos permanecer impávidos e impotentes porque no formamos parte de aquel grupo o de aquella corporación. Las grandes voces que sustentan la tapadera se alzan en gritos de repulsa y condena ante la desgracia ajena. ¡Cuántos se enriquecerán de dinero y vanidad a costa de pescar en el río revuelto de los sucesos luctuosos! Este tipo de acontecimientos reclaman un examen de conciencia nacional, colectivo. Prevenir, amigo Carlos, es mejor que lamentar, y más útil que curar. Si percibimos de antemano lo que puede llegar a ocurrir, por qué no obramos en consecuencia. Resulta lamentable la costumbre tan presente en los poderes dominadores, de justificar lo injustificable, amparada en el falso compañerismo o en el tan socorrido corporativismo.

    Carlos aprovechó el breve lapso en el exordio del páter, para intercalar una de sus típicas cuñas reflexivas y epigramáticas.

    - Grandes palabras, padre Ignacio, para definir un problema que no requiere para su solución más que de un solo ingrediente: acción inmediata. Cojamos al toro por los cuernos. Es, mi conducta, mi quehacer diario ante las cosas más banales, en definitiva, el ejercicio cotidiano de la humildad, de la sencillez, de la modestia, lo que debe constituir el elemento reparador de toda conducta social desviada y carente de rumbo.

    - ¡Bah, bah, bah! ¡La grandeza de Dios es inmensa!

    Don Ignacio intentaba cortar la exposición de Carlos con su habitual aire de quien escucha palabras que le resultan intrascendentes; pero Carlos se mantenía firme en sus convicciones y prosiguió con rotundidad y pleno convencimiento:

    - Primero yo, don Ignacio. Dejemos de caer en la abstracción equívoca de los grandes colectivos. Mi honradez, mi honestidad, mis valores únicos y unipersonales, han de constituir la esencia de todo cambio moral, en una sociedad manifiestamente enferma. De nada sirve rasgarse las vestiduras tildando de farisea la actuación de los que nos rodean. Antes de descubrir la mota en el ojo ajeno, debemos liberarnos de la viga que ciega nuestra existencia. Asumiendo como pauta de comportamiento tal hecho, podremos desviar nuestras preocupaciones hacia la ceguera del prójimo.

    Don Ignacio comenzaba a impacientarse. Quería dar por terminado aquel asunto, convencido de sus razones y acuciado por la prisa de quien tiene por lo normal los minutos contados y ocupados en cientos de quehaceres.

    - Bueno, la compañía es grata; pero otros asuntos me reclaman, amigo Carlos. Escucha bien lo que te digo. Debemos ser tolerantes, sin duda, pero nunca callar ante la injusticia ni ante el cruel ejercicio de la violencia. La tapadera social, no corrige ni enmienda, tan sólo oculta la maldad, que se amontona y crece, alimentándose de sí misma. Por supuesto que yo tengo que ser el primero en vivir la corrección y en practicar la prevención. La labor de una parroquia, es más, diría, la obligación de la Iglesia es la de educar mediante el acto pastoral; y conseguir con la semilla sembrada del mensaje evangélico, prevenir los abusos y las desviaciones perversas de toda naturaleza. Sólo así logrará vencer en la constante batalla contra la depravación moral. Y para ello la única arma posible es la humildad, la espada que ensombrece con su brillo la tentadora lanza del fariseísmo. ¡Agur, egunon..!

    - ¡Don Ignacio, las llaves, que se olvida las llaves!

    - ¡Bah, bah, ..! ¡ La grandeza de Dios es inmensa!

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( Lucién Bosán ).


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