"LA SEÑORITA PILAR".


"RELATOS LEVES".


"RECUERDOS DE INFANCIA".

    Mis primeros recuerdos son de un tiempo que me cuesta precisar. No sé muy bien a qué edad corresponden. Siento una envidia sana de la gente que tiene presente con detalle pasajes de su más tierna infancia. A mí la verdad, me resulta muy difícil y no tengo muy claro a qué momento cronológico pertenecen los primeros recuerdos que acuden a veces a mi mente. Cuando intento rememorar mi vida y mis años de infancia las imágenes corresponden a mis primeras vivencias en la guardería, entonces se llamaba parvulario. Era un colegio pequeño, muy cerca de casa y con una sola clase. La señorita que trataba de poner orden era la señorita Pilar. La recuerdo morena, bien peinada y vestida, seria y con la dosis justa de ternura. Exigía disciplina y orden y los castigos eran severos. Todavía me escuecen, de sólo pensarlo, los golpes en la palma de la mano con aquella regla de madera. Este era uno de los castigos menores. Cuando ella consideraba que la travesura lo merecía, los mamporros eran en las palmas y en los dorsos de las manos. Estos últimos eran especialmente dolorosos. Cuando alguno conseguía sacarla de quicio o cuando no tenía su mejor día, se reservaba el castigo especial que consistía en pegarnos con la regla, pero en las puntas de los dedos que nos hacía poner juntas y apretadas. Eso sí que era una experiencia dolorosa.

    No me gustaba la escuela y por eso quizás no guardo apenas buenos recuerdos de mis dos primeros años de parvulario. La escuela estaba en el mismo edificio en el que vivíamos pero en la parte de atrás. Había que dar la vuelta al bloque en un paseo corto. Para mí era un trauma que mi madre me llevara y me dejara allí solo y me costó mucho tiempo acostumbrarme. Los primeros días además de llorar y de casi llevarme a rastras, descubrí una forma de intentar escapar. Mi madre me dejaba en la puerta, antes de que abrieran, con el resto de niños, esperando a que saliera la señorita a recibirnos. A veces se marchaba antes de que esto ocurriera y yo aprovechaba para salir corriendo en dirección contraria a la de mi madre. Daba la vuelta al edificio antes que ella y subía a toda prisa hasta la puerta de mi casa. Cuando llegaba mi madre no podía creerlo, ponía la voz en grito y volvía a llevarme a la escuela con un enfado de órdago. Al final tuve que aceptarlo y no me quedó más remedio que pasar las mañanas y tardes en aquella clase de pupitres de madera, con olor a goma de borrar y lapicero. Vestíamos una bata de color azul claro que debíamos mantener en perfecto estado de revista, de lo contrario teníamos un inesperado encuentro con la temida regla. Todo era escribir y dibujar. Completábamos en silencio los cuadernos de caligrafía y de dibujo e íbamos avanzando en el número, de más fácil a más difícil. También había cuadernos de números y de figuras geométricas. La señorita utilizaba la pizarra para ponernos los ejemplos de cómo debíamos hacer las cosas. Tenía una letra preciosa y daba gusto ver las palabras que escribía. Tan onduladas y limpias, tan perfectas en el trazo. No he vuelto a ver en mi vida escribir en una pizarra como lo hacía la señorita Pilar. El recreo lo disfrutábamos en la misma clase y normalmente lo dedicábamos a cantar o a realizar algún juego entre nosotros. Todo en perfecto orden y sin armar bulla. La verdad es que la señorita Pilar tenía la clase controlada.

    No guardo apenas recuerdos de mi vida en casa en aquella época. Imágenes de mi madre, llevándome y trayéndome. Me ha gustado jugar solo y pasaba muchas horas en mi habitación, divirtiéndome con soldados, con coches o con una pequeña pelota. A mi padre no termino de situarlo en aquellos años. Supongo que estaría muy liado trabajando o eso al menos era lo que decía mi madre. Vivíamos en un sexto piso y me encantaba bajar las escaleras a toda velocidad, corriendo y dando saltos. Con los años llegué a adquirir un gran dominio y descendía los seis pisos en un santiamén.

    Aunque era tímido y estaba lleno de temores, cuando cogía confianza era revoltoso y me gustaba demasiado enredar. Por eso tal vez tengo tan presentes los castigos. No sé cómo me enteré de que poniéndote pasta de dientes en las palmas de las manos, los golpes de la regla no se notaban. Cosas de críos o tal vez de mi hermano mayor, Dito, que tenía cuatro años más que yo. La verdad es que una mañana hice la prueba y antes de marchar a clase me embadurné las palmas de las manos con dentífrico. No tardé en tener oportunidad de probar el efecto porque algo hice no del todo bien y allí estaba de pie y con las manos abiertas esperando los reglazos. Tengo muy presente la mirada seria de la maestra, como levantó la regla y como me arreó varios estacazos. Escuchaba el impacto pero no sentía dolor. Ella estaba tan sorprendida como yo. Me azotaba pero yo permanecía inalterable. Al final se me escapó una risa nerviosa y empecé a llorar casi a la fuerza para acabar con aquella ridícula situación. El truco funcionaba, no sé muy bien porqué pero no volví a utilizarlo. No era cuestión de ir todos los días a clase con las manos pringadas de pasta dental. Tampoco se trataba de poner una y otra vez a prueba la paciencia de la señorita Pilar. La regla era una alternativa, la otra era un buen bofetón a mano abierta. Tardabas algunos minutos en saber dónde estabas. No merecía la pena tentar a la suerte.

    Sólo estuve con ella dos años y luego poco a poco fui perdiendo el contacto. Se cumple esa relación extraña con el profesor que ha estado presente en tu día a día y que pasado un tiempo se ve relevado por otro con el que repites una relación parecida. Esa mágica fugacidad de la enseñanza que te acerca y te aleja de seres que de una u otra forma marcarán tú vida. De personas que formarán parte de tus recuerdos y que estarán presentes en tu memoria. El recuerdo de la Señorita Pilar me acompañará a lo largo de mi vida. Casi seguro que sin ella saberlo estaré unido a su presencia hasta el final de mis días.

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( Lucién Bosán ).


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