"EL CORRO DE LA PATATA".


"RELATOS LEVES".

    Los veranos de mi infancia y adolescencia los pasaba en un pequeño pueblo costero y allí fue donde la conocí. Era una patata brava. No porque estuviera muy condimentada ni porque fuera muy valiente. Odiaba el tabasco y no soportaba las especias; pero había nacido en aquel pequeño pueblo de la costa alta catalana. Decían que era insensible y poco cariñosa y que en vez de corazón parecía tener una patata. Era una gran compañera y anfitriona, y organizaba unas fiestas divertidas e inolvidables. Comidas interminables para disfrutar con el resto de sus patatas amigas. Se morían de risa cuando con la boca llena repetían todas a la vez ¡pa-ta-ta!

    Formaban un grupo de lo más variado y recuerdo que entre sus amigas había una que era turista de una urbanización de británicos. Le llamaban cariñosamente “Fish”. Era al parecer muy conocido en su país y lideraba un grupo muy popular, “Fish and Chips”.

    Se reían unas de otras. A veces cansada de las bromas acababa harta y enfadada. Se calentaba fácilmente y acababa convertida en una deliciosa patata frita. Una de las patatas con las que mejor se llevaba era una pequeña patata muy inteligente. Era asombrosa, parecía un ordenador. Respondía al nombre de patata chip.

    Estaban también las que habían perdido a sus maridos hacía tiempo, las patatas viudas. Entre ellas algunas andaban muy mal de dinero. Eran señaladas con cierto desprecio como las patatas a lo pobre. Despertaba mi curiosidad un grupo que se mantenía al margen del resto. Estaban muy ocupadas comprando y vendiendo acciones, todo el día pendientes de sus inversiones. No eran otras que las patatas de bolsa. Muy cerradas en sí mismas, con una apariencia de lo más apetitoso. En otro de los clanes estaban las más entradas en años, envejecidas por el sol y cubiertas de arrugas. Patatas isleñas que habían recorrido mucho mundo, las “papas arrugás”. Y frente a ellas contrastaban otras muy surferas y con una pinta estupenda, las patatas onduladas.

   Algunas estaban bebiendo a todas horas hasta que acababan borrachas como cubas. Las cogorzas que cogían algunas eran descomunales. No tardé mucho tiempo en enterarme de que el resto de los presentes las nombraban, con cierta sorna, las patatas cocidas.

    Llamaba la atención una panda de jóvenes patatas extranjeras que se divertían arrojándose al suelo una y otra vez desde lo alto del tejado, precursoras sin duda del balconing. Las más duras resistían el golpe pero las blandas y fofas terminaban hechas puré.

    Había hueco también para las pasiones más desenfrenadas. Las que compartían estas aficiones no eran pocas. Se las conocía como la peña de las patatas picantes y dentro de ellas se distinguían, por un lado, las que se dedicaban a mirar lascivamente y que aprovechaban la mínima ocasión para aliviarse a solas. Las denominaban las patatas paja. Los más viejos, con sorna, las llamaban las patatas gratinadas. Por otro lado se encontraban las que buscaban pareja y se escurrían entre la multitud para dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Éstas no estaban tan mal vistas y la mayoría las apodaba con cierto cachondeo, las patatas revolconas.

    La lista era interminable. Estaban las que venían por primera vez, las patatas nuevas. Las que más tiempo llevaban, las patatas viejas y las que sólo venían durante el verano, las patatas de temporada. Las había que estaban todo el día tostándose al sol, las patatas asadas y por otro las que estaban muertas de frío, las patatas congeladas. Otras preferían estar en la sauna, las patatas al vapor. Las había vergonzosas, que no se atrevían a ponerse en bañador por miedo a que las llamaran gordas, las patatas rellenas.

    Conforme avanzaba la noche y después de llevar unas copas de más, algunas se dejaban llevar por el desenfreno y aquello se convertía más bien en una orgía. Esta bacanal era conocida como la tortilla de patatas.

    El verano llegaba a su fin y tocaba despedirse. La última noche la celebraban sin escatimar nada y era costumbre que el broche final de la fiesta lo pusieran todas juntas, cogidas de la mano, jugando al corro de la patata.

    Pasan los años y sigo manteniendo vivo el recuerdo. No hay forma de que me coma unos huevos fritos y se me escape una lagrimilla viendo esas pobres patatas cortadas en tiras, apiñadas unas con otras pero que buenas están las condenadas. Espero que no me estén escuchando.

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( Lucién Bosán ).


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