"PRIMEROS MIEDOS, EL COLEGIO".


"RECUERDOS DE INFANCIA".


         ( "Relatos leves" ).


    Comíamos en el colegio, en un comedor enorme y llegábamos a casa bien avanzada la tarde. El colegio tenía unas instalaciones magníficas y en su momento fue uno de los mejores colegios de la ciudad sino el mejor. De regreso a casa tocaba merendar, por lo normal un bocadillo de paté "MINA" y un vaso de agua. Después hacías los deberes o jugabas un rato hasta que mi madre nos venía a buscar para acostarnos y darnos las buenas noches. Era uno de los peores momentos para mí porque tenía mucho miedo de dormir solo y hasta que conseguía dormirme lo pasaba muy mal. Imaginaba monstruos, veía caras terroríficas, sombras siniestras y escuchaba un sinfín de ruidos escalofriantes. Metía la cabeza dentro de las sábanas y me costaba hasta respirar. Aguantaba lo que podía porque así me encontraba más seguro. En más de una ocasión el miedo me resultaba insoportable. Mi hermano no me dejaba meter en su cama y a veces ya estaba dormido cuando lo intentaba. No era cuestión de despertarle conociendo el humor que gastaba. Entonces me levantaba y recorría la casa a oscuras atravesando el peligroso pasillo hasta que llegaba a la cama de mis padres. Una vez allí saltaba por encima de ellos y me sumergía justo en medio de los dos. Por fin la salvación. ¡Qué sensación de seguridad más agradable! Mi padre refunfuñaba un poco y mi madre hacía como si se enfadara, pero allí me quedaba hasta que me dormía profundamente como solo se hace cuando eres niño. Me despertaba en mi cama. Mi madre se encargaba de volver a llevarme en cuanto me quedaba dormido. Alguna vez pasaba la noche con ellos. Luego me percaté de que esto pasaba cuando ellos no tenían pensado hacer nada esa noche. A mi padre le gustaba tenerme muy cerca y tenía la manía de rodearme con su pierna. Él decía que me ponía la “cariñosa”. A mí me agobiaba un poco la verdad pero como tenía tanto miedo era capaz de dormir toda la noche con la “cariñosa” encima. Otro de mis temores nocturnos y que me causaba muchos disgustos, era que durante un tiempo me orinaba en la cama. Intentaba evitarlo con todas mis fuerzas pero no había forma. Se me repetía un sueño en el que me encontraba en diferentes sitios pero siempre con unas ganas enormes de mear. Entonces me ponía a ello y sentía un alivio extraordinario. El problema es que el sueño coincidía con la realidad y acababa con el pijama empapado y la cama casi encharcada. Al enfriarse la orina me despertaba y la sensación era de lo más desagradable. Lo peor era que tenía que levantarme, despertar a mi madre y contarle la alegre noticia.

    La verdad es que la mujer lo llevaba bien aunque había veces, y con razón, que cogía unos cabreos de impresión. No era para menos. En plena madrugada tenía que lavarme, cambiarme de pijama y poner sábanas limpias. Y ya no te cuento cuando en alguna ocasión me sucedía dos veces en la misma noche. Menos mal que no hay mear que cien años dure y poco a poco superé la puñetera enuresis nocturna. Lo del miedo a la noche me duró sin embargo mucho más tiempo y me costó más de lo normal el superarlo.

    En el colegio no me fue difícil hacer amigos y en los primeros cursos buscabas un compañero para compartir penas y combatir los miedos. Éramos más de cuarenta alumnos por aula y estábamos divididos en tres letras, A,B, y C. Luego, unos años después se incorporó la letra D. Durante la mayor parte de mis estudios pertenecí a la letra C. Más tarde en los cursos finales las divisiones eran en función de la rama que escogieras, letras o ciencias. Los de la letra C vestíamos con pantalón corto blanco y camiseta amarilla a la hora de hacer deporte. Esto nos distinguía del resto que vestían unos de azul, otros de rojo y los últimos de blanco. Cuando competíamos en las famosas olimpiadas marianistas defendías los colores a muerte y te sentías muy orgulloso de ello. En el primer año tuvimos un profesor que no pertenecía a la orden, Don Emilio, y del que guardo un recuerdo entrañable pero un tanto borroso. No lo recuerdo como un profesor duro y nos supo tratar con cariño dentro de la disciplina y el orden que reinaban en aquel entonces.

    Hubo algunas temporadas en los primeros años en las que no cogíamos el autobús escolar y era mi padre quien nos llevaba por la mañana y nos recogía por la tarde. El coche estaba helado y le costaba arrancar muchas veces. Mi padre era un experto conductor, sintió toda su vida debilidad por los automóviles y le encantaba cambiar de modelo en cuanto podía aunque no debiera. Hubo muchas discusiones en mi casa por este asunto, entre otras cosas porque siempre estábamos pagando letras de un coche y la verdad es que la mayoría de las veces nuestra economía real no nos lo permitía. Lo de la economía doméstica a mi padre le sonaba a chino y no importaba que la nevera estuviese a veces vacía. Lo verdaderamente esencial era tener lleno el depósito de gasolina del flamante vehículo. Lo de aparentar ha sido un sello de identidad en nuestra familia. Cuando terminábamos la jornada escolar mi hermano y yo esperábamos en el patio de juegos del colegio, junto con otros niños, hasta que llegaba mi padre a recogernos. Aprovechábamos para jugar a fútbol o a cualquier cosa que nos distrajese. Nos sentábamos y charlábamos e intercambiábamos impresiones de cómo nos había ido el día. Mi padre solía ser puntual. En más de una ocasión se retrasaba y alguna vez recuerdo que apareció a recogernos cerca de las diez de la noche. Cuando eso ocurría yo sentía un miedo tremendo. El colegio era enorme y se quedaba a oscuras. Distinguías luces a lo lejos y te aferrabas a ellas como si fueran faros en la noche. Había pocos sitios para cobijarse y en invierno hacía un frío de mil demonios. Mi hermano lo llevaba mejor. Yo lo pasaba mal y me dejaba dominar por el temor. Pensaba que se había olvidado de nosotros y que no vendría a recogernos. Al final llegaba, ponía alguna ridícula excusa y nos llevaba de vuelta a casa. Cuando llegábamos a casa mi padre y mi madre se enzarzaban en una de sus múltiples discusiones. Mi madre le recriminaba y mi padre se desentendía. Estaba especialmente contento y eufórico, tenía los ojos rojos y hablaba de una forma muy peculiar. Se le trastabillaban las palabras. Al principio yo no era muy consciente de lo que pasaba. Después conforme está escena se repetía y mi agudeza crecía, me percaté de que mi padre bebía y de que le gustaba alternar y correrse sus buenas juergas a pesar del sufrimiento que esto provocaba en casa y de las lamentables consecuencias que tuvo a lo largo de nuestras vidas.

    Me gustó hacer deporte y pronto destaqué en fútbol, baloncesto y balonmano. También era bueno corriendo en pruebas de velocidad y en salto de longitud. El fútbol y después el fútbol sala que jugábamos en el polideportivo con suelo de madera, eran los que más me atraían. En lo deportivo era un colegio que te ofrecía muchas opciones y salvo patinar, el hockey sobre patines y el rugby, en una u otra etapa estuve ligado a una de ellas. No llegué más allá de representar a mi clase porque aunque estuve federado representando al colegio a nivel regional, me costaba integrarme y formar piña con el resto del equipo. No me era fácil estrechar vínculos, no he sido excesivamente sociable y es algo que ha marcado mi vida de manera muy significativa. Mi hermano sin embargo no practicaba deporte alguno. No le interesaban y en raras ocasiones le vi jugar a alguno de ellos.

    En segundo de primaria ya tuve un profesor de la orden, don Avelino. Era un hombre de avanzada edad, bajo de estatura pero de complexión fuerte. Recuerdo el olor a limpio, ese olor peculiar de los sacerdotes y de los hermanos marianistas. De carácter noble y buen corazón, nos inculcó el valor del esfuerzo y nos exigía estar a la altura de las circunstancias. No dudaba en soltarnos un coscorrón cuando nos salíamos de madre y la verdad es que infundía respeto cuando se enfadaba. Aquel año nació mi hermana Nora. Nos hizo mucha ilusión a todos, éramos dos hermanos y teníamos ya una hermana. Mi madre estaba muy contenta porque tenía muchas ganas de tener una niña. De esos primeros años de mi hermana no consigo recordar gran cosa salvo que despertaron en mí un sentimiento de protección que permanecería arraigado en mi carácter. Se despertó en mí una reconfortante obligación de cuidar de mi hermana y de preservarla de cualquier peligro. Más adelante esto me causó numerosos desvelos y dejó huella en mi forma de afrontar la vida.

    El miedo sigue estando presente en mi vida. Heredas los miedos que no has superado en las diferentes etapas de la vida. Miedos que se alimentan del propio miedo. Miedos que se vencen en ocasiones y que se ven relevados por otros nuevos que se imponen con fuerza. El miedo acompaña tu vida, la bloquea y la inmoviliza. Es un castigo de compañero inseparable, una mala amistad que te hace sufrir. Te impide disfrutar de la vida porque cuando toma el control es un viaje de angustia y dolor y la realidad se torna tenebrosa y oscura. Al miedo hay que vencerlo en su momento, si no se convierte en un gigante todopoderoso que no te deja llevar las riendas de tu vida. Vivir sin miedo se convierte en un anhelo de vida.

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( Lucién Bosán ).



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